Fragmento del libro "Retratos" de Roland Kanz. Ed. Taschen.
::ESCENIFICACIÓN y enmascaramiento de la belleza femenina.
Los retratos de mujeres tienen un significado propio, pues aquí no podía dejarse de lado nunca la belleza -como variante iconográfica del elogio de la mujer-. Sin embargo, las ideas que se tenían de la belleza variaron a lo largo de los siglos. En el siglo XIV, Petrarca expresó un gran elogio de la mujer en sus sonetos a Laura, con lo que el enaltecimiento de la belleza se convirtió en un tema literario fijo. Los retratos de mujeres del Renacimiento suelen encontrarse en este contexto. En primer lugar se empleó el perfil como tipo usual del retrato de mujeres; en los ejemplos tempranos, el perfil suele parecer aún muy esquemático y superficial; sin embargo, la marcada línea de la frente, la nariz, la boca, la barbilla y el cuello produce un perfil muy individual del carácter. El peinado, los adornos del cabello y las vestiduras permiten identificar a las damas como personas de altura; la riqueza de los materiales se refleja en la que los porta (cómpárese por ejemplo Giovanna Tornabuoni de Ghirlandaio).
Sobre todo Leonardo da Vinci (1452-1519) reflexionó sobre la posibilidad de plasmar la belleza; el reconocimiento que encontraría más tarde su retrato de la Mona Lisa es buena prueba de que durante mucho tiempo se mantuvo una cierta convención del gusto a la hora de pintar retratos de este tipo.
Rafael (1483-1520) aprendió en su juventud mucho de Leonardo, y también de su Mona Lisa, cuyo tipo estudió y perfeccionó. El retrato anónimo de una joven, que debido al velo que lleva se denomina La Velata, planteó muchas cuestiones en este contexto.
Rafael pintó el retrato con gran esfuerzo y sumo cuidado, lo que hizo pensar en la que mantenía una relación personal con la modelo. El velo -como en la Mona Lisa- hace referencia a una mujer casada. Quizá, también en el caso de La Velata de Rafael, el motivo para este retrato exclusivo y suntuoso fuera una boda. La dama se presenta de media figura, con un rico vestido, cuya tela ondeante rodea el torso. El velo alrededor de la cabeza le proporciona un contorno cerrado y enmarca su rostro, cuya belleza resulta de los trazos uniformes y simétricos. Se lleva la mano derecha al corazón, un gesto pensado para subrayar su gracia; según el ideal de su época, un alma bella significa una belleza llena de alma.
También Rembrant aprovechó de un modo brillante los vestidos y las joyas cuando comenzó, en 1633/34, el Retrato de Saskia van Uylenburgh, quizá con ocasión de que se casara con el pintor en 1634. Rembrant siguió trabajando en el cuadro, también después de la muerte de Saskia, ocurrida en 1642; probablemente, lo último que añadió fueron las joyas y la pluma del sombrero, lo que se interpretó como una alusión a la vida efímera. El retrato de Kassel, sin embargo se refiere a una época temprana: vemos una mujer joven, cuya belleza Rembrant consideraba -radiante-; para plasmarlo, iluminó su rostro con todo efecto. La luz brillante de Rembrant hace que Saskia salga de un fondo oscuro y llena todos los materiales ricos con reflejos y colores plenos. Llama la atención el vestido, pues Rembrant eligió unas vestiduras históricas del Renacimiento. Según muestran las imágenes tomadas con rayos X, Saskia sostenía originalmente un puñal, con lo que se habría presentado en el papel de Lucrecia, la hij del rey romano. Esto es lo que se denomina -criptorretrato-, es decir, un -retrato oculto-, con el objetivo de subrayar un mito, una alegoría o un episodio histórico. Tales -disfraces- se encuentran frecuentemente en el retrato de los siglos XVI a XVIII; probablemente, lo que interesaba a Rembrant era situar a su joven esposa en el papel de la hija del Rey, para escenificar una belleza principesca. Todo el esfuerzo pictórico se encuentra al servicio de su retrato, vuelto de perfil, cuya concentrada expresión se explica con los pensamientos de Lucrecia en torno al suicidio. Aunque no se supiera de qué dama se trata, se podría constatar inmediatamente que el pintor ha creado un retrato especialmente intenso y personal.
Con los comienzos de la modernidad, la problemática en torno a la belleza, la idealización y la similitud, el carácter y la esencia que se desarrolló a lo largo del siglo XIX, alcanzó una agudización que llegó a extremos límite en la escenificación de tipos femeninos. En el contexto de los ideales burgueses se habían desplazado los roles: en el fin de siècle se veneraban las bellezas mundanas o se favorecían las tipificaciones como la -mujer fatal- o bien -la mujer frágil-. Los pintores de la sociedad tenían un especial éxito en el retrato. John Singer Sargent (1856-1925), con la presentación de su Madame X en el Salón de París de 1884, consiguió una obra de arte y un comienzo de carrera plagado de escándalos. Era usual que los retratos de mujeres se expusieran sin nombre; pero todo el mundo sabía que en esta obra había plasmado a una de las mujeres más bellas y mundanas de París, Virginie Avegno Gautreau, una norteamericana casada con un banquero francés. Sargent pintó a la Gautreau de pie, apoyando afectadamente la mano derecha sobre la mesa, mientras que con la izquierda recoge el vestido. En el negro del vestido y los tirantes, finos y con perlas, subrayan el profundo escote y su noble palidez. La pequeña luna que lleva en el cabello la caracteriza como Diana, diosa de la Luna y diosa de la noche, acostumbrada a los salones de luz artificial de la elegante sociedad parisina. Su demostrativa distancia enseguida desató las malas lenguas, que se burlaron de esta -nueva Nefertiti-. La Gautreau culpó de ello al pintor, que a resultas de lo sucedido, abandonó París; sin embargo, el escándalo ayudó al artista, que se convirtió en un pintor de salón celebrado en el mundo anglosajón.
Con su Retrato de la bailarina Anita Berber, Otto Dix (1891-1969) proporciona un eco de -la mujer fatal- del mundo de la diversión; esta destacaba por sus escandalosos bailes que presentaban en las grandes ciudades de Europa después de la Primera Guerra Mundial y por el estilo de vida desenfrenado y sin tabúes. Dix conjuga magistralmente, en su retrato, las ganas de vivir y lo efímero de la vida, la belleza y la sombra de los excesos, en el maquillaje y el rojo atrayente del vestido. Es una desnudez vestida, con pliegues fluidos, con un escandalizador movimiento y una provocadora orgía de colores, que situa todos los signos eróticos en el límite hacia el precipicio. En Dix, el color se transmite en una libido encarnada en el sentido de Sigmund Freud; simboliza estimulo instintivo y descomposición en la tensión entre eros y muerte.